…si je cessais de penser,
je cesserais en même temps d'être ou d'exister.
Dicen que el pobre Tomás López se murió de un tal Virus Autoinmune de la Conciencia. Le dije que no se anduviera metiendo en esos lugares; las mujeres de ahí traen bichos que les pegan los güeros que eventualmente se detienen por acá con su etnocentrismo cientificista. Según hacen excavaciones, pero sólo consiguen molestar a los muertitos. Y nos dejan regalos como la viruela y las ratas, a uno que tiene la vida sosiega.
Dicen que del otro lado del charco el virus no se logra y no pasa nada por el clima desfavorable, especialmente los inviernos. Pero con el calor de estas tierras buenas para el maíz y buenas para el café y la amapola, pasa lo que no debería pasar, son caldos –muy calientes– de cultivo para lo inesperado. Alguna vez se me ocurrió decir, en la pulquería de Juan Arturo Ramírez, que por eso acá no se daban los poetas malditos –acostumbrados a su París nublada, al viento de enero que corta la piel y el alma–, por el calor hijo del diablo; que por eso los nobels y los nobles no entienden las palabras que se tuestan en comales.
Todo me lo contó Abundio, el arriero, sucedió frente a él. Se había encontrado a Tomás unos minutos antes sobre el camino, éste no llevaba ruta, marchaba en busca de parranda. Iban platicando cosas de arrieros, como el absurdo de la vida y la finitud de todo; en eso andaban cuando Abundio notó que llevaba unos diez pasos hablando solo, la mala costumbre de no mirar a su interlocutor.
Volteó hacia atrás y vio al otro, absorto, con la mirada perdida. Estaban en Los Encuentros, donde se cruzan varios caminos. “¿Vas a la derecha o a la izquierda?”, preguntó Abundio al borde del grito.
–No… no puedo decidir –respondió Tomás con ese tono que precede a la desesperación.
–¿Cómo no? Bueno, es que las güilas de ambos sitios ponen empeño en lo suyo –Se rió Abundio estrepitosamente.
–No, es que… ¡no puedo! ¡No puedo decidir! Como si mi mente no funcionara.
Al llegar Abundio a este punto le dije “¡vaya angustia que debió haber sentido! La peor imaginable”. A lo que respondió tajante: “No seas tarugo, la angustia viene de la nada en que se fundamenta la decisión humana, `nada me obliga a seguir respirando´, pero el Tomás había perdido el libre albedrío, ergo, murió sin pecado original”, cosas de arrieros.
Después de lograr convencerlo de que no se trataba de un simple dilema sobre las aptitudes amatorias, Tomás comenzó a enunciar en voz alta lo que iba pensando –Afortunadamente, pues de lo contrario se perdería la carnita de mi anécdota y nos hubiera dejado los puros huesos, la pura estructura–, sus palabras acabaron por convencer al otro de la gravedad del asunto.
–Es como si todo lo que tocara mi conciencia se petrificara y no pudiera ejercer decisión sobre ello.
–¿Ya te diste cuenta que estás moviendo los dedos como cuando eras niño y te ponías nervioso al sentir próxima la llegada de tu padre que te iba a dar una chinga? –dijo Abundio, con la maña que lo caracteriza. Entonces Tomás reparó en ello, al instante sus dedos quedaron entumecidos.
–¡Lo ves! Pensé en la acción de mover los dedos y ya no puedo decidir ejercerla.
–¿Aún me puedes ver? –Abundio entendió lo que pasaba, pero no quitó la mala leche del pocillo. Efectivamente, Tomás dejó de ver, gritó aterrorizado.
-Espera, espera, ¡si pudiera dejar de pensar! –se calmó Tomás.
-¡No,no! ¡No seas pendejo! –gritó el otro.
El cuerpo de Tomás comenzó a desestructurarse, luego se contrajo sobre sí mismo, sin dolor, sin gritos. Desapareció sin dejar rastro, sin sangre, dejó de existir. El otro siguió su camino. “Si será pendejo”, decía para sí mismo.
“Se cumplió la fantasía de esos tarados, el ser como unidad metafísica, sin diferiencia, todo subordinado por el pensamiento; para mí que el virus ese destruye toda diferiencia entre sistemas psíquico, biológico, físico… y social; menos mal, si no, sería contagioso, y en todo caso es auto contraído”, interpretó Abundio al concluir su relato, mientras preparaba el petate pa echarse. Y yo le creo, el camino enseña algo a los arrieros.
“Para mí que repitió las palabras del franchute ése que lo dejó impresionado, el que vino hace un año, el tal Roquentán con su cantaleta esa de ´si pudiera dejar de pensar, por un segundo´. Ándele, por decir cosas tan occidentales en tierra caliente", concluyó.
Sin embargo, como era de esperarse, no fue la última vez que se vio a Tomás; todavía esa misma noche se apareció en los dos pueblos al mismo tiempo –aquellos por los cuales no se pudo decidir–, buscando parranda. Pero era el fenómeno sin el ser, fuera-del-tiempo, o sea un espectro –por eso inventan historias de fantasmas, que a la postre son más divertidas. Sólo que en un pueblo apareció buena onda y en el otro cábula; por eso nuestros ingeniosos borrachines lo apodaron, post mortem, “Tomás Young, el espectro”.
Hey César! Me gusta este cuento, es como si hubieras metido a la licuadora tu innevitable existencialismo, Pedro Páramo y Descartes. Je, bueno, así lo viajé, aún así, es interesante. Nos vemos pronto en ese tercio revival... o en alguna otra fiesta no cancelada, jaja. Abrazos. Merie
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