lunes, 17 de octubre de 2011

Crónica del Corona Capital o La horda civilizada

Formo parte de la generación que en algún momento de su temprana juventud pensó que jamás vería a grupos como Radiohead, Pixies o Portishead, al menos no en México. Por segundo año el Corona Capital permitió romper uno de esos tabús. Todo lo que se pueda decir resultará un satélite más o menos decorativo ante la brillante actuación de los de Bristol; los demás grupos fueron teloneros de Portishead.

En teoría, el 90% de los mejores amigos que he tenido en la vida asistirían al acontecimiento, y realmente esperaba verlos a todos y cada uno. Pero quienes habían asistido al Corona del año pasado sabían que encontrar a alguien ahí después de las 3 pm era una tarea digna de Ulises. Lo mejor que pudo pasar es estar desde el inicio con amigos igual de amargados y exigentes.
Una probadita de civilidad y cordura nos dio la bienvenida: no se vendería cerveza sino hasta las 2 pm. Algo admirable, porque pudiendo ganar más dinero vendiendo alcohol desde el primer minuto, los organizadores se preocuparon por evitar algún performance etílico posterior. Las mesitas que por el momento estaban vacías --pero que a la hora de la comida se habrían de llenar de jóvenes hambrientos--, eran un guiño de confianza: los organizadores no asumieron a priori que los asistentes serían homínidos salvajes que aprovecharían cualquier objeto no atornillado al piso para iniciar un derroche de inmadurez y frustración. Hasta donde se pudo ver, el público respondió bien a la confianza dada, sólo iban a disfrutar un memorable día de música. La cerveza no se acabó antes de tiempo como el año pasado. Una chica atractiva se cruzaba frente a los ojos en promedio cada 40 segundos. En cuanto a la organización, el Corona Capital fue al Vive Latino lo que la cerveza Corona es a la Sol --no, este comentario no fue patrocinado.

El festival realmente inició con El Columpio Asesino, quienes dejaron bien parado al rock hecho en Iberoamérica, ese desenfado e ironía tan de los grupos independeintes españoles de últimos años fue lo primero que en verdad nos hizo brincar. Mientras tanto, yo intercambiaba miradas con un par de bonitos ojos que andaban por ahí y que llevaban debajo una boca que coreaba las canciones. El grupo: de Pamplona; nosotros: coreando "Toro". Fue el anuncio esperado para liberar a las bestias.

Y en efecto, fuimos corriendo a Wild Beasts; la distancia entre escenarios fue uno de los aspectos que hacían perder el entusiasmo, pero íbamos como gacelas en busca del león; yo me cansé antes que mis compañeros treintones, yo habría sido la gacela rezagada condenada a ser el plato fuerte de un depredador. pero llegamos justo a tiempo para gritar "Watch me, watch me!", como si el grupo nos estuviera esperando. Y como enviadas del cielo para amenizar nuestra tarde, un par de españolas gritaban y se movían a la par que nosotros, mientras chocábamos nuestras caderas yo aprovechaba para asomarme por sus escotes.

En el mismo escenario siguieron unos heroicos Orchestral Manoeuvres in the Dark; heroicos porque se presentaron con toda la potencia del sol dándoles de frente --el vocalista ya se veía rojo, y por cierto, en la mañana siguiente descubrí que yo también tendría mi buena quemada--, porque conquistaron al público de todas las generaciones y porque no se notó diferencia en empeño ni calidad entre sus viejas canciones consagradas y las de su último disco.
Tuve que correr hacia These New Puritans, tenía una cita con el futuro, me separé de los amigos pero antes hicimos un acuerdo de caballeros de encontrarnos en cierto punto a cierta hora --todos cumplimos, y nos encontramos sin mayor contratiempo, fue admirable comprobar que aún hay gente a la altura de su palabra, un nuevo derroche de civilidad. Así que inicié solo escuchando a los nuevos puritanos, y eso calló bien, son un grupo introspectivo, para escucharse entre las sombras y en soledad. Toda la tarde el azar estuvo de nuestro lado, pues al llegar tocaron todas las que quería escuchar.

Mogwai fue otro momento significativo --fueron uno de mis grupos favoritos en la preparatoria--, mientras interpretaban la enérgica pero emotiva "Mogwai fear atan", el aire se soltó el pelo y contribuyó a que la cerveza tuviera más efecto en mi organismo, estaba en el mood adecuado. Como complemento nos encontramos de nuevo al desinhibido par de españolas --el azar las ponía frente a nosotros de nuevo, pero no a l@s amig@s tan buscados.

M83 no desmereció, bailábamos despreocupados disfrutando esa sensibilidad pop tan à la Françaicese. Lamentablemente, como muchos otros grupos, los escuchamos por menos tiempo del que nos habría gustado, si tan solo la programación hubiera sido más escalonada.

Nos perdimos a un par de grupos por comer. No sé si fue por el hambre pero las hamburguesas no estaban mal. Reposamos un poco, pensamos qué haríamos al avecinarse la fase más intensa del festival. Fuimos al baño --el año pasado me perdí más de la mitad de Echo & the Bunnymen en una fila del baño, situación que no se repitió esta vez--, y nos alistamos para Editors --otros disfrutables herederos del sonido de Joy Division, pero nada más.

Al terminar Editors vimos la increíble cantidad de gente que se acercaba para apartar lugar, el motivo era claro: Portishead. Decidimos sacrificar casi todo Moby --el artista, junto con Beth Gibbons, con la mejor entrega espiritual y, si se permite la expresión, de mayor estatura moral del festival-- y escuchar sólo de lejos a The Rapture --que por cierto se escuchaban muy bien-- por no perder detalle de la verdadera razón para estar ahí: los de Bristol.

Y valió la pena, cada segundo, cada decepción, el dolor muscular y espiritual que ya se avecinaba, el rostro quemado de los que como yo dejaron el botecito de protector solar sin usar en su cuarto. Varios recordamos que eso es la música de Portishead: una catarsis ante el dolor y la decepción --and the tenderness I feel will send the dark underneath

Las palabras de agradecimiento y despedida de Beth Gibbons hiceron evidente el diagnóstico: las expectativas, tanto las de ella como las del público, habían sido superadas. Las lágrimas de medio mundo se asomaron más de una vez durante su actuación, cada frase era como una verdad revelada. Los que estábamos a no más de 10 metros del escenario recibimos un final apoteósico cuando Beth bajó del escenario para estrechar algunas manos del público.

¿Algo malo? Que no les dieran tres horas para tocar, era imposible que todas las canciones que queríamos escuchar fueran tocadas. En sus tres discos no hay punto flaco, hasta el lacónico ukulele del Third tiene mucho qué decir.


El resto fue pura inercia: comportarse como fluido no-newtoniano para encontrar la salida, hacer el último intento por encontrar a los amigos perdidos y comprobar que el despropósito de programar a los Strokes después de Portishead fue más para los de New York que para los de Bristol, pues les dejaron un paquete demasiado grande, simplemente no lo podían superar. Mientras los Strokes hacían su mejor esfuerzo, el peculiar sonido de Portishead no salía de mi cabeza.

Fue un momento de comunión  --a pesar de los amigos dispersos, del crudo comercio de las industrias culturales, de la misantropía que nos caracteriza a muchos--, dejarse seducir por la multitud y el momento, algo de lo que no es tan fácil ni recomendable darse el lujo últimamente. El viejo placer de la horda primitiva --canto, grito, baile, arrimón y cortejo-- revivido por un instante gracias a los juegos de cultura y civilización.

[Todas las fotos fueron tomadas por Said Martínez]

lunes, 3 de octubre de 2011

Cuerpos fundidos (cuento)


Ella siente una presión sobre su cuerpo, pero no hay nadie en contacto directo con ella, mira de reojo para confirmarlo. No, nadie la toca. La presión llega y se va, como el vaivén de su cuerpo agitado por las periódicas irregularidades en la trayectoria de las vías que la conducen a la escuela –por compromisos de sus padres esta vez nadie pudo llevarla, es apenas la segunda vez que usa el transporte público, contra su voluntad desde luego. A juzgar por su mirada estudia una de esas carreras en las que ahora todo mundo se quiere matricular.

La presión continúa, pero esta vez pasa de una sensación grave a una aguda, como si fueran cientos de finas agujas que vulneran su ropa a la altura de sus senos. Algunas de las agujas rezagadas trepan por sus piernas y se meten por debajo de ese vestido que costó lo mismo que una semana de trabajo o tiempo-hombre de cualquiera de los que van ahí sentados –seguramente, a juzgar por sus miradas.

Finalmente identifica la fuente del flujo de agujas: unos ojos de los que cuelga algo que parece ser un hombre de su edad, a unos cinco metros. Ella se sabe observada, se sabe objeto de la percepción, experimenta la violencia de estar en el mundo ante la mirada de los otros y no poder ser simplemente invisible. Seguramente tras aquellos ojos que la observan hay un cerebro, y tal vez esté pensando cosas, cosas referidas a ella, agradables sólo para quien las piensa. Ella ha sido vista, no hay nada qué hacer, aunque se baje en la siguiente estación o pudiera desaparecer, ha sido vista, su imagen ha sido secuestrada y sólo Dios sabe lo que aquel trío, par de ojos y cerebro –tal vez cuarteto, seguramente cuarteto– están haciendo con ella.

Él aprovecha el mismo vaivén que los agita eventualmente para dar pequeños pasos hacia ella. No planea hacer nada malo, al menos nada que lo lleve a la cárcel, pero se imagina –y los ojos no hacen el mínimo esfuerzo para poner un velo sobre lo que hay detrás de ellos– todo lo que se podría hacer con ese cuerpo. Por un instante ella se arrepiente de haber salido con esa ropa, con ese escote, pero entonces recuerda la pequeña delicia cruel que se siente al mostrar todo eso a quienes jamás tendrán nada parecido entre sus manos.

Él sigue acercándose y en el camino se pregunta por qué, si a final de cuentas su cobardía le impedirá hablarle; como siempre, como le sucede todos los días de camino al trabajo en esa misma ruta, quizás en ese mismo vagón algunas veces. En ese momento recuerda que cada vez que hace eso lo acompaña una pequeña esperanza –además, claro está, del simple goce que reporta el ver–, tal vez suceda un milagro. En alguna de esas veces que bordea el acoso tal vez alguno de esos cuerpos con vagina responda a su llamado brincando la cerca del cortejo hombre-mujer, vulnerando algo más sagrado que el principio de no contradicción: que el hombre debe buscar a la mujer.

Ya sólo un metro hay entre ellos –él tuvo que librar un bulto que estaba en el piso, casi tropieza con él, habría sido el pretexto perfecto para chocar contra ella y aprovechar las leyes de la física. Por un momento deja de mirar el cuerpo, clava la mirada en la parte más descubierta de aquella estructura femenina, la que no está cubierta ni por tela ni por piel: los ojos, que por cierto se llenan de algo que parece desprecio. Como sea, cuatro globos oculares y dos cerebros por un instante convergen. Entonces, una luz; el calor más inclemente que hayan experimentado –y que jamás volverán a experimentar– los envuelve, los junta violentamente hasta borrar toda diferencia entre ambos cuerpos. Las ventanas estallan y lo último que ven son esos ojos y esos labios acercándose.

Al día siguiente, en el recuento oficial, serán los únicos en ser reportados como “desaparecidos”, los demás cuerpos serán poco a poco identificados. Pero todos sabrán bien cuál fue su final, pues algunas de sus pertenencias que resistieron el calor de la explosión –tercer ataque de este tipo registrado en el país, lo que hace pensar que la cosa es serio– terminarán entrelazadas. Una masa calcinada o tal vez dos –¿quién podría decir dónde termina una masa?– serán lo único restante. La más vulgar fenomenología permitirá a los peritos y familiares saber que se trataba de ellos. Sus cuerpos fundidos lucirán como una extensión ininteligible, nadie se atreverá a averiguar, o a pedir que lo hagan, si en realidad se trataba de dos personas.

domingo, 2 de octubre de 2011

Sobre la palabra "palabra"

Ni los griegos ni los romanos tenían una palabra como la que usamos actualmente: “palabra”. En griego se tenía “ὀνομα” (nombre) y en latín “verbum”. Tal vez por ello los griegos, cuando marginalmente se preguntaron por el lenguaje, difícilmente se preguntaron por otra cosa que no fuera la función de nombrar (cfr. Platón, Crátilo).

Pero ¿toda palabra es un nombrar?, ¿qué hay de las preposiciones, artículos, conjunciones? “En”, “el”, “y”, “con”, ¿nombran algo? Esto es algo que difícilmente podría ser cuestionado por una lengua altamente sintética como el latín.

El uso de “palabra” como lo conocemos actualmente parece ser una innovación de las lenguas vernáculas que introdujeron artículos definidos, indefinidos, entre otros cambios. “Palabra” quizás desplazó del centro la función hegemónica del nombrar en el ὀνομα griego y la indicación de una acción en el verbum latino –como el Dios bíblico que crea, hace con el verbo, siendo el primero que supo how to do things with words.

Palabra” viene del término latino parabola, que viene del griego παραβολή: παρα (al margen de) y βολή (lanzar). En latín significaba comparar, establecer un paralelo entre dos cosas. Luego llegó a tener el sentido de “narración” y se convirtió en paraula, cuyo verbo es paraulare, del que vendrían el francés parler y el italiano parlare. Así, en las lenguas vernáculas el sentido palabra y hablar surge de manera cercana a “parábola” y “narración”.

El término castellano “palabra” se introdujo en el s. XII, en el castellano medieval hablar se decía fablar (del latín fabular, “contar historias”), próximo al portugués actual falar. Estas modificaciones en la relación con el lenguaje habrían de acompañar a los cambios ontológicos y políticos que se dieron durante el Renacimiento y la Modernidad.

De modo que hablar con palabras es inevitablemente contar historias con parábolas, algo que Nietzche acabaría de mostrar con toda su fuerza.