lunes, 3 de octubre de 2011

Cuerpos fundidos (cuento)


Ella siente una presión sobre su cuerpo, pero no hay nadie en contacto directo con ella, mira de reojo para confirmarlo. No, nadie la toca. La presión llega y se va, como el vaivén de su cuerpo agitado por las periódicas irregularidades en la trayectoria de las vías que la conducen a la escuela –por compromisos de sus padres esta vez nadie pudo llevarla, es apenas la segunda vez que usa el transporte público, contra su voluntad desde luego. A juzgar por su mirada estudia una de esas carreras en las que ahora todo mundo se quiere matricular.

La presión continúa, pero esta vez pasa de una sensación grave a una aguda, como si fueran cientos de finas agujas que vulneran su ropa a la altura de sus senos. Algunas de las agujas rezagadas trepan por sus piernas y se meten por debajo de ese vestido que costó lo mismo que una semana de trabajo o tiempo-hombre de cualquiera de los que van ahí sentados –seguramente, a juzgar por sus miradas.

Finalmente identifica la fuente del flujo de agujas: unos ojos de los que cuelga algo que parece ser un hombre de su edad, a unos cinco metros. Ella se sabe observada, se sabe objeto de la percepción, experimenta la violencia de estar en el mundo ante la mirada de los otros y no poder ser simplemente invisible. Seguramente tras aquellos ojos que la observan hay un cerebro, y tal vez esté pensando cosas, cosas referidas a ella, agradables sólo para quien las piensa. Ella ha sido vista, no hay nada qué hacer, aunque se baje en la siguiente estación o pudiera desaparecer, ha sido vista, su imagen ha sido secuestrada y sólo Dios sabe lo que aquel trío, par de ojos y cerebro –tal vez cuarteto, seguramente cuarteto– están haciendo con ella.

Él aprovecha el mismo vaivén que los agita eventualmente para dar pequeños pasos hacia ella. No planea hacer nada malo, al menos nada que lo lleve a la cárcel, pero se imagina –y los ojos no hacen el mínimo esfuerzo para poner un velo sobre lo que hay detrás de ellos– todo lo que se podría hacer con ese cuerpo. Por un instante ella se arrepiente de haber salido con esa ropa, con ese escote, pero entonces recuerda la pequeña delicia cruel que se siente al mostrar todo eso a quienes jamás tendrán nada parecido entre sus manos.

Él sigue acercándose y en el camino se pregunta por qué, si a final de cuentas su cobardía le impedirá hablarle; como siempre, como le sucede todos los días de camino al trabajo en esa misma ruta, quizás en ese mismo vagón algunas veces. En ese momento recuerda que cada vez que hace eso lo acompaña una pequeña esperanza –además, claro está, del simple goce que reporta el ver–, tal vez suceda un milagro. En alguna de esas veces que bordea el acoso tal vez alguno de esos cuerpos con vagina responda a su llamado brincando la cerca del cortejo hombre-mujer, vulnerando algo más sagrado que el principio de no contradicción: que el hombre debe buscar a la mujer.

Ya sólo un metro hay entre ellos –él tuvo que librar un bulto que estaba en el piso, casi tropieza con él, habría sido el pretexto perfecto para chocar contra ella y aprovechar las leyes de la física. Por un momento deja de mirar el cuerpo, clava la mirada en la parte más descubierta de aquella estructura femenina, la que no está cubierta ni por tela ni por piel: los ojos, que por cierto se llenan de algo que parece desprecio. Como sea, cuatro globos oculares y dos cerebros por un instante convergen. Entonces, una luz; el calor más inclemente que hayan experimentado –y que jamás volverán a experimentar– los envuelve, los junta violentamente hasta borrar toda diferencia entre ambos cuerpos. Las ventanas estallan y lo último que ven son esos ojos y esos labios acercándose.

Al día siguiente, en el recuento oficial, serán los únicos en ser reportados como “desaparecidos”, los demás cuerpos serán poco a poco identificados. Pero todos sabrán bien cuál fue su final, pues algunas de sus pertenencias que resistieron el calor de la explosión –tercer ataque de este tipo registrado en el país, lo que hace pensar que la cosa es serio– terminarán entrelazadas. Una masa calcinada o tal vez dos –¿quién podría decir dónde termina una masa?– serán lo único restante. La más vulgar fenomenología permitirá a los peritos y familiares saber que se trataba de ellos. Sus cuerpos fundidos lucirán como una extensión ininteligible, nadie se atreverá a averiguar, o a pedir que lo hagan, si en realidad se trataba de dos personas.

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