Ella siente una presión
sobre su cuerpo, pero no hay nadie en contacto directo con ella, mira
de reojo para confirmarlo. No, nadie la toca. La presión llega y se
va, como el vaivén de su cuerpo agitado por las periódicas
irregularidades en la trayectoria de las vías que la conducen a la
escuela –por compromisos de sus padres esta vez nadie pudo
llevarla, es apenas la segunda vez que usa el transporte público,
contra su voluntad desde luego. A juzgar por su mirada estudia una de
esas carreras en las que ahora todo mundo se quiere matricular.
La presión continúa,
pero esta vez pasa de una sensación grave a una aguda, como si
fueran cientos de finas agujas que vulneran su ropa a la altura de
sus senos. Algunas de las agujas rezagadas trepan por sus piernas y
se meten por debajo de ese vestido que costó lo mismo que una semana
de trabajo o tiempo-hombre de cualquiera de los que van ahí sentados
–seguramente, a juzgar por sus miradas.
Finalmente identifica la
fuente del flujo de agujas: unos ojos de los que cuelga algo que
parece ser un hombre de su edad, a unos cinco metros. Ella se sabe
observada, se sabe objeto de la percepción, experimenta la violencia
de estar en el mundo ante la mirada de los otros y no poder ser
simplemente invisible. Seguramente tras aquellos ojos que la observan
hay un cerebro, y tal vez esté pensando cosas, cosas referidas a
ella, agradables sólo para quien las piensa. Ella ha sido vista, no
hay nada qué hacer, aunque se baje en la siguiente estación o
pudiera desaparecer, ha sido vista, su imagen ha sido secuestrada y
sólo Dios sabe lo que aquel trío, par de ojos y cerebro –tal vez
cuarteto, seguramente cuarteto– están haciendo con ella.
Él aprovecha el mismo
vaivén que los agita eventualmente para dar pequeños pasos hacia
ella. No planea hacer nada malo, al menos nada que lo lleve a la
cárcel, pero se imagina –y los ojos no hacen el mínimo esfuerzo
para poner un velo sobre lo que hay detrás de ellos– todo lo que
se podría hacer con ese cuerpo. Por un instante ella se arrepiente
de haber salido con esa ropa, con ese escote, pero entonces recuerda
la pequeña delicia cruel que se siente al mostrar todo eso a quienes
jamás tendrán nada parecido entre sus manos.
Él sigue acercándose y
en el camino se pregunta por qué, si a final de cuentas su cobardía
le impedirá hablarle; como siempre, como le sucede todos los días
de camino al trabajo en esa misma ruta, quizás en ese mismo vagón
algunas veces. En ese momento recuerda que cada vez que hace eso lo
acompaña una pequeña esperanza –además, claro está, del simple
goce que reporta el ver–, tal vez suceda un milagro. En alguna de
esas veces que bordea el acoso tal vez alguno de esos cuerpos con
vagina responda a su llamado brincando la cerca del cortejo
hombre-mujer, vulnerando algo más sagrado que el principio de no
contradicción: que el hombre debe buscar a la mujer.
Ya sólo un metro hay
entre ellos –él tuvo que librar un bulto que estaba en el piso,
casi tropieza con él, habría sido el pretexto perfecto para chocar
contra ella y aprovechar las leyes de la física. Por un momento deja
de mirar el cuerpo, clava la mirada en la parte más descubierta de
aquella estructura femenina, la que no está cubierta ni por tela ni
por piel: los ojos, que por cierto se llenan de algo que parece
desprecio. Como sea, cuatro globos oculares y dos cerebros por un
instante convergen. Entonces, una luz; el calor más inclemente que
hayan experimentado –y que jamás volverán a experimentar– los
envuelve, los junta violentamente hasta borrar toda diferencia entre
ambos cuerpos. Las ventanas estallan y lo último que ven son esos
ojos y esos labios acercándose.
Al día siguiente, en el
recuento oficial, serán los únicos en ser reportados como
“desaparecidos”, los demás cuerpos serán poco a poco
identificados. Pero todos sabrán bien cuál fue su final, pues
algunas de sus pertenencias que resistieron el calor de la explosión
–tercer ataque de este tipo registrado en el país, lo que hace
pensar que la cosa es serio– terminarán entrelazadas. Una masa
calcinada o tal vez dos –¿quién podría decir dónde termina una
masa?– serán lo único restante. La más vulgar fenomenología
permitirá a los peritos y familiares saber que se trataba de ellos.
Sus cuerpos fundidos lucirán como una extensión ininteligible,
nadie se atreverá a averiguar, o a pedir que lo hagan, si en
realidad se trataba de dos personas.
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