Se
sabe que no todos los pergaminos que halló Cide Hamete Benengeli en
aquella misteriosa caja de plomo eran legibles, la caja donde se
encontraron sonetos y epitafios escritos por los académicos
Monicongo, Paniagudo, Caprichoso, Burlador, Cachidiablo y Tiquitoc,
todos ellos en honor del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha y
su constelación.
Pues
hace poco, entre los libros viejos y papeles retorcidos, todos ellos
escarchados por el polvo en el último rincón de mi casa, entre los
que han sobrevivido al desdén familiar durante generaciones,
encontré cartas, recuerdos y panfletos de viejos antepasados de los
que nunca había escuchado hablar, y con los cuales, después de los
intrincados derroteros del mestizaje, seguramente guardo tanta
semejanza como la que me une a Carlomagno. El caso es que entre los
papeles más viejos, apenas legibles para mi, aún sin haberlos hecho
pasar por el servicio de un paleógrafo, encontré un par de cartas
que algún pariente lejano había intercambiado con algún allegado a
la academia de la Argamasilla, el cual firmaba como El Papagayo
Folgador.
De
lo poco que alcancé a entender, comprendí que el académico daba
cuenta de Alonso Quijano, de su vida, obra y muerte, así como de los
papeles que habrían de poner en una caja de plomo con motivo de la
meurte del valiente hidalgo. El Papagayo cuenta que entre esos
papeles, si no malentiendo, hay un breve relato o meditación escrita
por el mismo Alonso Quijano, en medio de las sandeces que hizo en
Sierra Morena.
Cuenta
El Papagayo que en medio de aquella locura de segundo grado –pues
no se debe olvidar que aquel trance era el de un loco fingiendo
locura, el de un fantasma engendrando a un fantasma o el de una
ficción produciendo ficción–, y durante el tiempo que estuvo solo
en espera del retorno de Sancho, fue que Don Quijote escribió tal
relato-meditación, y que tal vez la pereza de Cide Hamete Benengeli,
o el considerar que ya serían demasiadas ficciones y demasiado
futurismo para un solo escrito, llevaron a éste último a omitir
semejante meditación del Quijote en su texto –yo pienso que
quizás, simplemente, lo olvidó o jamás se enteró de este hecho,
pues no hay observador ni autor omnisciente, siempre hay líneas de
fuga.
De
acuerdo con El Papagayo Folgador, mientras Alonso Quijano iba dando
tumbos, semidesnudo, por alguna cueva de Sierra Morena, comenzó a
imaginarse y preguntarse, una vez más, lo que dirían las
generaciones futuras sobre sus hazañas y la fuerza de su brazo, si
se cantarían loas por la justicia que al mundo había venido por
intermedio de su valentía. Se preguntó si como para él llegaban
las noticias de los tiempos de Carlomagno, así también llegarían
las noticias del heroico caballero manchego a los nobles e ilustrados
del tercer milenio. Se preguntó qué reyes gobernarían, si aún
haría falta la existencia de caballeros andantes para desfacer
agravios, enderezar tuertos y socorrer a los desamparados, o si por
el contrario, la injusticia, la mezquindad y el abuso de unos sobre
otros habrían sido por fin desterrados del mundo. También se
preguntó cómo sería la literatura, qué corrientes, qué temas,
qué lenguajes y qué formas se usarían.
En
tales ensueños andaba cuando sintió pesadumbre al pensar en la
posibilidad de ser olvidado. Aunque algún genio contemporáneo –al
regreso de su primer viaje habría de enterarse que, en efecto, el
moro Cide Hamete había comenzado a relatar sus aventuras– diera
cuenta de sus logros, nada le garantizaba sobrevivir al olvido una
vez que pasaran unos cuantos siglos. Comprendió que al cabo de unos
años lo que se diría de él, lo que se tuviera por cierto sobre él,
dependería del ingenio de los autores, pues aunque los méritos de
la espada sean mayores que los de la pluma, aquellos dependen de ésta
para ganarse la inmortalidad. Comprendió que sería como un
fantasma, o que tal vez ya lo era, y que ya su actual existencia
tenía algo de quimera, de espectro. Igual que Aquiles, lo único que
esperaba era ser inmortal en el recuerdo de los hombres, pero ya se
sabe que alquando bonus dormitat Homerus.
Para
consolarse, el Caballero de la Triste Figura sacó el libro de
memoria donde había escrito su carta a Dulcinea del Toboso, ahí
dejó plasmadas de manera prolífica las anteriores meditaciones y
dudas sobre el porvenir. Pero lo más extravagante, dice El Papagayo,
es que para tranquilizar el miedo al olvido que ya le devoraba las
entrañas –un miedo que, a imitación de un griego antiguo, era el
mayor que podía tener–, Don Quijote se puso a escribir un relato
en el que se asegurara su fama y que el encomio a sus virtudes se
diseminara por diversas geografías, de manera que se adaptara a los
lenguajes y formas de los tiempos venideros. Se concentró en
escribir la genealogía de un autor que nacería en las Indias, en el
Virreinato del Río de la Plata, para asegurar que el eco de sus
logros llegara hasta el extremo sur del mundo; le dio a su personaje
antepasados formados en las armas y en las letras –las dos grandes
pasiones del Quijote, en ese orden–, pintó a sus abuelos y
bisabuelos ya como valientes generales, ya como pioneros hombres de
letras; entre otras extravagancias quiso que el padre de su personaje
tradujera a Omar Jayam, y para poner más drama en los tiempos situó
el nacimiento de su personaje rioplatense en los márgenes del siglo
XIX, en 1899 para ser exactos. Sólo con estos y otros antecedentes
tan excéntricos, con los cuales el manchego aderezó el perfil de su
escritor ficticio, un hombre sería capaz de recibir, asimilar y
diseminar acontecimientos tan singulares.
Don
Quijote quiso que su personaje del futuro escribiera un relato sobre
un poeta Francés, inscrito en corrientes literarias aún
desconocidas, el cual transcribiría de manera genial e insuperable
sus hazañas, es decir, las del Quijote. En esto va concluyendo la
carta, y en lo último que alcanzo a entender, El Papagayo Folgador
se burla de las sandeces y extravíos del caballero manchego.
Parafraseo lo que más o menos dice al terminar, con jerga del siglo
XVII, por supuesto: “Imagínate a
semejante loco en su cueva, desnudo y lánguido, escribiendo sobre un
rioplatense llamado Francisco Isidoro Borgues o Borges, el cual
escribe sobre un poeta francés llamado Pierre Menard, quien
reescribe la historia de un madrileño llamado Miguel de Cervantes,
quien encima de todo cuenta de segunda mano la historia del Quijote,
quien a su vez escribe en su cueva sobre el rioplatense, y así
ad infinitum, que es lo mismo
que decir ad nauseam.
¿Cómo no iba a provocarnos tamaña hilaridad Don Alonso Quijano con
todos estos fantasmas engendros de su locura? Menudo chasco se debió
haber llevado cuando todos estos personajes y quimeras se vinieron
abajo, al enterarse que su historia sería recogida por un moro, Cide
Hamete Benengeli”.